Lo que se queda en el plato y que se conoce como «la de la vergüenza», la última gamba, es siempre la más pequeña, la más deslucida, la más ruin. Es lo mismo que los comensales sean unos patanes o unos caballeros, tanto da como se actúe, la gamba postrera, la solitaria gamba del final, es siempre una desdicha.
En la mesa examinamos al prójimo y somos evaluados por los demás. Es la prueba de la nueva caballerosidad, el examen final de estilo. En torno a una mesa y a lo largo de una comida todos nos retamos y confesamos a gritos quien somos. Se percibe al generoso y al mezquino, al culto, al aburrido, al tímido, al cosmopolita, al simpático, al anticuado, al miserable, al bueno. La mesa es un espejo que desnuda al ser humano y muestra su alma sin ningún pudor, sin disimulos ni artificios. Las gentes se reúnen en torno a una mesa tanto para vender como para hacer política, en la mesa se seduce, se enamora, se pierden las batallas y se ganan las guerras.
Para que la última gamba no sea al final la más pequeña habría que perfeccionar el procedimiento y en lugar de que el comensal tomara de la fuente la más cercana como precepto de urbanidad, debería coger la más pequeña, la más ruin de las gambas. Sí la última gamba, sí la de la vergüenza, es la gamba más apetecible y esplendorosa, la veremos marchar, cuando se la lleve el camarero, con una mezcla de estupor y melancolía, en el íntimo éxito de la elegancia.
Saludos. Paco Aviñó
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