Este artículo surgió en una cena con amigos, después del reencuentro veraniego, pescaditos fritos, “clotxines” y conejo al ajillo, todo regado con vino peleón y gaseosa, en la acera de un bar de pueblo, como tiene que ser. Algunos después de un viaje vacacional, otros porque sus trabajos no les dan más opción que meterse dentro de la panza de un avión para cerrar algunas ventas me contaron sus experiencias “gastronómicas” sufridas en los vuelos y en los hoteles donde se hospedaron. Indignados se dirigían a mi como profesional para intentar encontrar una explicación. Lo titularé: reflexiones gastronómicas a bordo de un DC-10 y por fin desayuno en el hotel.
¿A qué se debe tal empeño de servir en los viajes aéreos presuntos almuerzos, meriendas, cenas y desayunos elaborados con las más repugnantes, amojamadas y nocivas bazofias de las multinacionales de la industria de la alimentación?
Miro la bandeja de plástico que una azafata acaba de colocar con una sonrisa forzada ante mis espantados ojos y no veo en ella un solo producto digno de figurar en la despensa de un cristiano. Pan de engrudo, grasa animal (ese veneno llamado mantequilla) pimienta descafeinada, azúcar blanco, leche en polvo, aceitunas de polivinilo, chicle de verdolaga con aliño de color rosa artificial, carne de pollo rancio con guisantes congelados y champiñones de serrín, cerveza jabonosa, vino pasteurizado, café liofilizado, macedonia de frutas de sombrero femenino de los años cuarenta y un trozo de tarta de formica con sirope de petróleo Kuwaiti.
Podrían dar por lo menos un poco de bicarbonato para recomponer los destrozos del estómago y reducir la angustia del paladar.
¿Por qué no sirven un bocadillo de jamón de Jabugo con tomate valenciano, un par de plátanos pintones y un vaso de vino de barrica? Les saldría, supongo, más barato que el infame catering. Pero: el american way of life tiene poderosas razones que la razón no conoce. El mundo posmoderno es de los horteras. ¡Abajo la tortilla de patatas y viva la basura envuelta en celofán!
Es ya casi imposible, incluso en España, encontrar hoteles donde la primera comida de la jornada consista sin más en un vaso de zumo de naranja recién exprimido (y tapado señores, para que la vitamina c no se oxide y desaparezca en tres breves minutos) un colacao con leche, media barra de pan sabiamente tostado y generosamente regado con aceite de oliva virgen, oliva prensada en crudo y prudentemente aliñado con un pellizco de sal.
No, no… el discurso de valores dominantes ha decidido desprestigiar tan saludable simpleza. Hay que imitar a los anglosajones atiborrándonos de colesterol, de triglicéridos, de grasaza, de colorantes y edulcorantes, de proteínas procedentes de animales inmundos, de refrescos embotellados, de pan de molde y de productos cancerígenos. Cabe mayor barbarie que la de tomar en ayunas un perrito caliente, unos huevos revueltos con unas lonchas de tocino ahumado y una dosis brutal de manteca refrita. Pues así va el mundo. Dicen las estadísticas que uno de cada tres europeos desarrollará un cáncer a lo largo de su vida. O de su muerte. Que en paz descansen.
Les recomendé que la próxima vez que suban abordo vayan provistos de una fiambrera en la que previamente habrán depositado unas lonchas de jamón bien cortadas, unas obleas de chorizo ibérico y la susodicha tortilla española con tropezones de gambas o de atún. Y por supuesto una bota de vino navaja albaceteña y media hogaza de pan de pueblo.
Nosotros seguimos a lo nuestro; carrito de aceites, pan recién horneado, un par de entraditas y un arroz en perol de pato de la Albufera. Y después en la factura un quince por cien de descuento para nuestros clientes de siempre, para apaciguar un poco el fuego mental que estamos viviendo. ¡Y a los horteras que les den! Mil besos.
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