Tres minutos. Cuéntalo en tres minutos. Súbete al escenario y mira a todo el mundo a los ojos. Usa los silencios para generar drama. Que prevalezca la emoción sobre los datos. Que las imágenes en la pantalla produzcan impacto. Y habla solo de ti, de tu compromiso, de tu valor, de tu pasión. Y di paso a paso todo lo que quieren escuchar. Y cuando los tengas cautivados guarda silencio, mira al suelo, eleva levemente tu rostro y mantén la mirada fija en el infinito para acabar con un rotundo: “Efectivamente, vamos a cambiar el mundo”. Y el anfiteatro romperá en aplausos alimentando hasta el desborde el vaso infinito de tu ego. El fenómeno del egoloseo de lo social ha llegado para quedarse: servir al otro para encumbrarse uno mismo.
Se acabaron las fotos de niños hinchados rodeados de moscas. Hemos pasado de dar pena a dar asco.
En los últimos años el sector social ha sufrido una transformación forzosa. La falta de financiación de los donantes tradicionales, la entrada en el sector de más agentes y la presencia de nuevos fondos provenientes del ámbito empresarial, han generado un inédito campo de batalla en el que todos —ONG, empresas y empresas sociales— han empezado a competir en régimen de igualdad.
Esto ha tenido consecuencias tremendamente positivas para el sector, que ha obligado a las organizaciones a adaptarse o morir. Muchas han optado por lo segundo. Otras se transformaron de varias maneras. La profesionalización (con implicaciones no solo monetarias, sino técnicas) y la estrategia de nicho fueron la salida para aquellas que sabían a qué jugaban. La eficiencia, un concepto etéreo que paseaba en el sector como un criterio de evaluación que se medía con literatura, ha pasado a ser un criterio determinante y esto ha empujado al ecosistema a modernizarse, a dar más peso a tecnologías de gestión (muchas ya lo habían visto venir y se habían anticipado) y a introducir nuevas metodologías de trabajo provenientes del entorno empresarial (y especialmente del mundo startup). A esto se le llama competencia y es lo que rige en las dinámicas de mercado que tan eficientemente distribuyen costes y beneficios. Pero estas no son sus únicas consecuencias.
Cuenta el filósofo Michael J. Sandel en su fantástico libro What Money Cannot Buy (Lo que el dinero no puede comprar), que las guarderías en Israel tenían un problema debido a que los padres iban tarde a buscar a sus hijos. En un afán por frenar esta práctica socialmente inaceptable (abandonar a tu hijo por un buen rato), decidieron imponer una multa de cinco dólares por retraso. Meses más tarde la práctica se había multiplicado y los padres pagaban alegremente las multas que les permitían tomarse ese café con sus amigos sin preocuparse de la hora a la que tenían que recoger a su hijo. El mercado había funcionado, la demanda de tiempo había sido satisfecha. Pero también había transformado el hecho en sí y el concepto moral que lo soportaba: llegar tarde a buscar a tu hijo había pasado a ser aceptable.
Si la gente no tiene tiempo para escuchar los problemas que asolan a la humanidad lo que hay que hacer es convencerlos, no edulcorarlos y empaquetarlos para que los rechacen deslizando el dedo como quien usa el Tinder
Con este ejemplo, Sandel explica que los mercados no son asépticos; no solo sirven para trocar bienes o servicios, también afectan y transforman lo que en ellos se intercambia e incluso los valores que los acompañan. Y esto puede pasarle factura al sector social. Hay ciertas señales que apuntan en esa dirección. Ninguna más obvia que la creciente influencia del mundo startup en los proyectos de impacto social.
La cultura startapera ha sido uno de los motores de la innovación tecnológica en los últimos años, pero también ha sido generadora de una burbuja de inversión que ha premiado la forma sobre el contenido, el marketing sobre el valor y los contactos frente al talento. Y todo ello se ve cristalizado en el modelo de pitching. En él, un emprendedor vende durante tres minutos una ingente cantidad de humo a unos inversores que, en muchos casos, no tienen otra perspectiva que una salida rápida de la empresa en cuanto esta despierte interés en los mercados.
Esta cultura de trabajo e inversión, llevada al sector social, donde muchos de los agentes invierten más basados en una estrategia de marketing que de riesgo, puede tener consecuencias desastrosas para la selección de proyectos y para la generación de impacto. Pero es que además, como en las guarderías de Sandel, el mero hecho de considerar los proyectos sociales como un bien más, regido por dinámicas de mercado y con la predominancia de un enfoque de marketing, hace que se simplifiquen hasta el absurdo problemas de una complejidad extrema y se banalice tanto sus consecuencias como sus posibles soluciones.
Que en el mundo empresarial se considere razonable presentar en tres minutos la última solución para que tu frapuccino con marshmallows llegue treinta y tres segundos antes a tu domicilio, no quiere decir que sea positivo explicar el hambre y sus soluciones como si se tratase del último episodio de La isla de los famosos. Si la gente no tiene tiempo para escuchar los problemas que asolan a la humanidad lo que hay que hacer es convencerlos, no edulcorarlos y empaquetarlos para que los rechacen deslizando el dedo como quien usa el Tinder. No necesitamos un sector social capaz de vender un proyecto en tres minutos, necesitamos una sociedad que dedique a esos proyectos el tiempo que se merecen. Que escuche y reflexione. Que se conciencie y actúe.
Hacer del sector social el mercado de abastos no va a conseguir que hagamos mejores proyectos, va a provocar que volvamos a premiar capacidades superfluas sobre actitudes, marketing sobre valores, forma sobre contenido. Y esto es justo lo contrario de lo que nos mantiene vivos: una defensa sin condiciones de la moral que sustenta la justicia social.
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