Para lograr el éxito, mantenga un aspecto bronceado, viva en un edificio elegante, aunque sea en el sótano, déjese ver en los restaurantes de moda, aunque sólo se tome una copa, y si pide prestado, pida mucho.
Fue un hombre de enorme éxito en los negocios en una época en la que para triunfar había que arriesgar incluso la vida. Los tentáculos de Aristóteles Onassis llegaban a cualquier lugar del mundo en los años sesenta. Su yate Christina, era lo último en opulencia al servicio de la fiesta continua donde el anfitrión deslumbraba a la alta sociedad.
El cuarto de baño de su yate, de mármol sienés, era una copia del baño de Mimos rey de la antigua Creta. Disponía de un bar donde el gusto del naviero alcanzaba su expresión máxima y donde tantas veces se descorchaban los Petrus que Onassis presumía de haber lanzado a la fama.
Los pulpitos y chipirones a la parrilla le volvían loco en las tascas portuarias donde le adoraban y conocían de tanta juerga y escapada. Entre ellos, como no, el Harry’s Bar de Venecia, para comprender parte de la razón de su fama: Ernest Hemingway lo tenía como su favorito durante su estancia en la ciudad, pero hay más. Charlie Chaplin, Alfred Hitchcock, Truman Capote, Orson Welles, Peggy Guggenheim o hasta Woody Allen y nuestro Aristóteles Onassis.
Onassis acostumbrado al avituallamiento de los caldos y manjares más exquisitos del universo, mostraba cuando había confianza su pasión por la cocina popular griega. El yogur, las berenjenas, las hojas de vid rellenas, el aceite, el ajo, el limón, los tomates, el cordero, los pescados y mariscos. Igual que nosotros vamos.
Poca gente sabe que Aristóteles Onassis, el famoso armador griego con el que se casó Jacqueline Kennedy, tras enviudar del presidente americano, era un gran amante del gazpacho.
Un día, la yegua de Jackie se comió todos los tomates. Sí, le encantaba la hípica y la llevaban a bordo del yate, si una yegua en alta mar. Jackie era así, un carácter, y nadie se atrevía a contradecirla.
La cosa es que llegada la hora del gazpacho del jefe no había tomates y en alta mar el cocinero de nombre Falsarius poco podía hacer. Aristóteles, puro en boca a lo que era tan aficionado, y poniendo en el tocadiscos un aria de la Callas, le dijo: qué desgracia Falsarius, para una cosa que me hace feliz… Y lo dijo con una voz que daba lástima. Impresionaba ver a uno de los hombres más poderosos del mundo, desolado por la falta de tomates. Así, que Falsarius se armó de valor y le dijo: tranquilo jefe, si tú quieres gazpacho, yo te hago gazpacho. ¿Sin tomates? preguntó él incrédulo. Habiendo pepino español en la despensa, ¿quién necesita tomates?
Bajó a la cocina y ni gazpacho ni leches. Preparo una especie de “tzatziki” (una crema griega), cargado de pepino y corto de yogur, al que le puso su toque secreto, una cucharadita de caviar, que a Ari le encantaba. Cuando se lo llevó estaba sentado en uno de los taburetes del bar, forrados de escroto de ballena. Lo probó y no dijo nada. Por un momento pensó que se la había cargado y que iba a mandar que lo tiraran por la borda para que se lo comieran los tiburones.
Sin embargo dijo: Falsarius, este gazpacho es como yo, griego y muy rico.
Y así es como se prepara el gazpacho Onassis, ideal para este verano y muy pero que muy rico.
Un abrazo,
PACO AVIÑÓ
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