Como todo el mundo sabe, los gustos se remontan a la infancia, a ese pasado iluminado por una memoria indulgente, a esos momentos en los que cada cual se acuerda de haber tenido la revelación de que la felicidad puede saborearse en pequeños bocados.
El primer recuerdo de un perfume penetrante, de un sabor puro, se remonta a mi infancia. Alcacer, donde nací, estaba rodeada entonces por todas partes de naranjos. Era mi espacio de juego. El perfume de azahar es el más dulce que conozco. Sorber la miel de sus flores era una golosina gratuita que practicábamos. Tener sed, perforar una naranja con el dedo y dejar caer el zumo en la boca era un acto natural y salvaje. Sus formas suaves y redondeadas que apetece coger con la mano, colores cálidos y vivos, olores a sol y sabores dulces-amargos.
En casa me mandan a comprar el pan. Posiblemente mi primer recado fuera de casa, la primera compra. A dos minutos de casa. Bolsa de tela. Recoges el pan, también un piropo de niño guapo. Recuerdos de limpieza, de orden, sacos de harina, rutina agradable. Perfumes entre húmedos y tostados, fermentos, calidez, la calidez es un perfume para un niño. Sentir como los dientes atacan la corteza antes de penetrar en la miga, masticar una y otra vez para extraer el sabor, reconocer en ella el grano de trigo maduro y la acidez de la harina.
No había pan sin fiambre. Era la merienda preferida de los niños, al menos para mí que nunca me gusto el dulce. Bocadillo de jamón serrano, de york, de salchichón y mortadela, y un chorrito generoso de aceite de oliva. Delicioso. Para un cocinero, confeccionar platos sin productos de excepción es una apuesta insostenible.
Sentarse a comer a la mesa, lentejas, potaje, macarrones, no era sentarse a comer a la mesa, si en la mesa no había una ensalada de tomate, tomate y cebolla. Que tomates, los valencianos somos de tomate, y nos pasamos la vida buscando un buen tomate. El tomate pertenece a esos momentos de autentica felicidad, de placer simple, cuando uno lo recoge del huerto, como hace mi padre, y lo corta en dos en pleno verano.
Después mi hermana, que es mayor que yo, diez años, y muy moderna, introdujo el verde en mi casa. A mí, no es que no me gustara de pequeño, no, es que me daba asco. Con lo buena que estaba la tortilla de patatas, ella se empeñaba que la comiera de espinacas. Infumable. Hoy la ensalada es un motivo culinario de alto voltaje, la ensalada pide maestría, es un ejercicio de estilo, una prueba de artista en la que se deben ensamblar que no mezclar los ingredientes que mayor afinidad presenten, sazonándolos adecuadamente.
Cuando el queso llego a mi infancia, llego de plástico y gomoso, con lo que paso sin pena ni gloria, hasta que un día, trinque un buen queso y hasta hoy nos dura la amistad. Detrás de cada queso hay forzosamente hay un prado de un color verde particular, praderas húmedas donde pacen las vacas, las cabras y las ovejas, todo un imaginario valioso e irremplazable.
Y así, fuimos jugando con las sensaciones y los sabores, nunca he sido un glotón, fue poco a poco.
Un día, pasamos las fronteras de los naranjos, hasta el secano. Lo descubrimos en el término de Picassent. Nuevas amistades, nuevos perfumes, otras sensaciones. Bese por primera vez, que agradable, pleno, trece años, descubrí el sabor de la mujer. Y entonces supe, que no solo de alimentos vive el hombre. Pero ese, ya es otro tema.
Paco Aviñó.
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